El Japón en Los Ángeles

o la nostalgia por las ciudades perdidas


 

El Japón en Los Ángeles. 1995. Obra de Amalia Avia. Óleo sobre tabla. Imagen obtenida de artecontexto.com

 

No fue una tienda cualquiera. Ubicada en la calle Pelaires de Palma, El Japón en Los Ángeles fue un negocio bastante peculiar que aún pervive en la memoria de algunos palmesanos. Su inventario abarcaba desde artículos de mercería, perfumes y regalos varios a televisores de última generación, radios y pequeños electrodomésticos. Pero más allá de su variopinto surtido, el alma de este establecimiento fue su propietario, Pepe Estades, un melómano cuya pasión por el jazz envolvía el ambiente de la tienda con las melodías de Miles Davis o John Coltrane. Su valiosa colección de vinilos no solo estaba a la venta, sino que se convirtió en el núcleo de un sistema informal de trueque entre amigos y conocidos. Para aquellos que buscaban una reliquia musical o necesitaban alquilar un tocadiscos para animar un guateque, El Japón en Los Ángeles era su destino obligado.

Hoy, de aquel extraño negocio solo quedan recuerdos y una obra de arte, que no es poco. En 1993, la pintora Amalia Avia, mientras preparaba una exposición en la Sala Pelaires, se fijó en la fachada de este peculiar negocio situado en la misma calle. Tal vez atraída por la singularidad del nombre, Avia lo fotografió. Dos años después completó esta obra, preservando así un rincón irrepetible del comercio palmesano.

Dicen que Amalia Avia no solo retrataba lugares, personas u objetos, sino que creaba «traducciones sentimentales» para archivarlas en la memoria. Su obra capturó calles, fachadas y comercios desgastados por el tiempo, viejos y desconchados. Su sensibilidad nos dejó la imagen de un tiempo detenido en ciudades que ya no existen, ciudades y tiempos que estaban al borde de la extinción, pues como ella misma afirmaba: «pinto lo que no puedo fotografiar».

Puerta del sol. 1979. Amalia Avia. Colección ENAIRE.

Cuando solo queden franquicias, nadie creerá que en nuestras calles algún día hubo negocios familiares, comercios especializados, almacenes de materiales de construcción, y toda clase de tiendas de primera necesidad

Colectivo Paco Graco

«No va a quedar nada de todo esto» ha sido el título de una reciente exposición en Madrid Centro. En la muestra, 150 rótulos comerciales rescatados por el Colectivo Paco Graco evocaban historias de negocios emblemáticos y de otros que solo alcanzaron a vivir unos pocos años. Mas allá de la nostalgia, la muestra lanzaba una pregunta al futuro: ¿qué perdemos cuando desaparecen estos negocios?

Se calcula que casi 20.000 tiendas de barrio bajan la persiana al año en España. Con cada cierre no solo se borra un nombre de una fachada o se abandona un trueque comercial, también se pierden vínculos y memorias, elementos que son clave para la cohesión social en barrios y pueblos.

Parece que nos dirigimos con ímpetu hacia el concepto de la nowhere city, de la ciudad que no está en ninguna parte, que es uniforme e intercambiable «porque ha perdido toda idiosincracia y es igual a sus hermanas repartidas por el mundo».

En este contexto, la mirada nostálgica surge como revulsivo contra la homogeneización urbana. Pero la añoranza por la ciudad desaparecida es un arma de doble filo. Puede conducirnos a desear pasados que quizá nunca existieron. A caer en añoranzas estéticas, ignorando las realidades políticas de la época. O a asociarla exclusivamente con el pasado, cuando también tiene el potencial de impactar en el futuro. En esencia, la nostalgia es el doctor Jekyll y Hyde de las emociones, un concepto dual repleto de ambigüedades y contradicciones.

© Wowtiful

Nostalgia puede parecernos una palabra heredada de la antigua Grecia, pero en realidad es un poco más moderna. Está compuesta por nóstos, vocablo griego que se traduce como «regreso» y álgos, «dolor». Como muchas otros términos con tanto peso en la historia, podemos pensar que sus orígenes son filosóficos o políticos, pero tampoco es así. Nostalgia fue acuñada por un médico suizo en el siglo XVII, el doctor Johannes Hofer, en un tratado médico fechado en 1688. En este tratado, Hofer señaló que la elección de este término se debió a que la «sonoridad de la palabra nostalgia define adecuadamente el humor triste originado por el anhelo de regresar a la patria natal». Cuenta la historia que Hofer acuñó dos términos más para definir esta enfermedad: nosomanía y filopatridomanía. Por el bien común de la humanidad, estos términos finalmente no prosperaron (¿cómo se las habría ingeniado el capitalismo para vendernos la filopatridomanía?)

A lo largo de la historia, la nostalgia ha sido calificada primero como una enfermedad mortal, luego como grave y, finalmente, como irremediable y curable. La padecieron soldados que estaban destinados lejos de sus países, criados y estudiantes. Sea como fuere, la nostalgia es democrática; nos afecta a todos en mayor o menor grado. De hecho, muchos de los que nacimos en el siglo pasado podemos emular con cierta ironía la famosa frase del filósofo y constatar que «yo soy yo y mis nostalgias».

Según la autora Svetlana Boym existen dos tipos de nostalgia: la restauradora y la reflexiva. La nostalgia restauradora pone el énfasis en el nóstos, en el regreso al hogar, y busca reconstruir el pasado perdido. La nostalgia reflexiva, en cambio, se desarrolla en el álgos, en el dolor del anhelo, es más individualista, plantea desafíos éticos y creativos y no tiene prisa por volver al pasado: «la nostalgia restauradora no se considera a sí misma nostalgia, sino verdad y tradición. La reflexiva insiste en la ambivalencia de la nostalgia y de la apropiación humanas, y no se espanta de las contradicciones de la modernidad. La nostalgia restauradora protege la verdad absoluta, mientras que la reflexiva la cuestiona».

Albert Camus escribió que «la nostalgia de un hombre es, ante todo, su pensamiento». Quizá nuestra nostalgia es algo más que un simple pasatiempo al que acudir cuando el presente se tambalea. También puede ser un espejo en el que ver reflejadas nuestra identidad y nuestra comprensión del mundo. A través de ella evaluamos nuestro pasado para intuir mejor quiénes somos hoy.

Las ciudades que habitamos cada vez se hace más difícil vivirlas como tales. Tal vez deberíamos preguntarnos si esas ciudades perdidas que invocamos y anhelamos también nos convocan o si nuestra búsqueda debería aventurarse por zonas de obras, matrias y periferias que se encuentran en los márgenes del camino lineal del progreso.

 

Si te ha gustado el artículo y quieres recibir más no olvides suscribirte a la Wowsletter

Al suscribirte recibirás artículos del blog, novedades de productos y descuentos


Bibliografía y webgrafía:

Chus Moreno

Diseñadora gráfica con más de 20 años de experiencia.

Actualmente especializada en naming, creación de nombres de marca y en branding.

https://www.wowtiful.com
Anterior
Anterior

Perdidos en Gepetelandia

Siguiente
Siguiente

La posibilidad del asombro